Carlos Agudelo Montoya
Día 2. En tiempos de incertidumbre
Cuarentena
Era el día trece. Las mascarillas habían empezado a escasear en el refugio, así que alguien tenía que ir. Me puse en la larga fila para entrar al depósito de provisiones. No lo reconocí de inmediato. Lo vi recorrer la fila de adelante hacia atrás con paso lento, ceremonioso, verificando el trecho exigido: un metro entre un ciudadano y otro para evitar el contagio. Se paró justo al lado del ciudadano que me antecedía. Igual que yo, el hombre no tenía mascarilla. X le apuntó con el termómetro infrarrojo en la frente. El hombre se puso recio y agrandó el gesto de terror como si se tratara del cañón frío de una pistola. X miró el registro, se acercó al oído del hombre y le susurró algo que lo hizo salir corriendo. El silencio se fue tragando los pasos acelerados de su carrera y pararon abrupamente justo cuando dos disparos sonaron a lo lejos.
Todos nos removimos nerviosos. Los primeros de la larga fila la abandonaron con sigilo y se escurrieron como sombras en la oscuridad.
Luego X me miró y vino hacia mí. Tenía los rasgos escondidos detrás de su regia mascarilla. Pero era él: los mismos ojos de un negro pesado, insistentes, llenos de aquella tácita invocación a dejarme caer que me sugería siempre aquel abismo profundo cada vez que lo miraba.
Intentó no reconocerme. Hacer como si me hubiera olvidado. Entonces tosí con descaro, casi aliviada. Y él me miró con miedo. Sospeché que había recordado su vieja promesa de irse de mi vida desde el amor y el respeto. De alejarse sin romperme. De darme un último beso cuando nos reencontráramos, sin importar las circunstancias.
Con mano temblorosa X me apuntó con el termómetro en la frente y miró el registro. Se acercó a mi costado como queriendo susurrarme algo. Yo gire de improviso y, retándolo, le arranqué la mascarilla y le ofrecí mi boca ligeramente abierta, dispuesta a darle un último beso.
Me tiró a la calle de un empujón y se acomodó la mascarilla. ¡LOCA!... Lo vi alejarse, casi salir corriendo al lado de su grito. Me pareció que el silencio se tragaba los pasos acelerados de su carrera. Agucé aún más el oído. Quería comprobar si se escuchaban disparos a lo lejos.
Andrés Alonso
Renacer a una nueva humanidad, a una verdadera humanidad
En tiempos de incertidumbre y miedo
las preguntas van y vienen como animal nocturno en desvelo.
Nuestra seudohumanidad ha desdibujado la piel
y ha incrustado máscaras de horror a las que nos habíamos acostumbrado.
Limitada está nuestra conciencia vacía y ególatra.
Los afanes se hacen espera y lentitud.
La vida se pone de golpe frente a nuestros ojos
Interrogando por lo inútil de los afanes rutinarios.
Se nos ha ido la vida con tantas prisas vacías
Que ya ni recordamos quiénes somos.
Los castillos de papel se han derrumbado.
Las jerarquías son silencios mudos.
La impotencia pone al desnudo nuestras carencias.
Los sistemas se han fundado sobre falacias guerreristas.
Lo que hemos creído hasta ahora, es solo una montaña
de viejos mitos dorados.
¿Cuántos tienen que seguir muriendo para que otros vivan?
¿Cuántos sufren para que otros disfruten de banales placeres?
Este mundo de mierda es demasiado putrefacto, distopía visceral.
Hemos levantado el colchón para darnos cuenta,
que hemos estado caminando sobre las brasas del infierno.
No aguanto lo que me corroe dentro,
es como contener el universo en caos dentro de mí.
Mi escasa razón no lo entiende.
De dónde nace tanta miseria, en tantos lugares del planeta.
¿Qué ha hecho tan mal el hombre o la mujer, o ambos que le extraviaron su rumbo?
¿Es necesario retroceder a algún viejo lugar,
donde alguna vez fuimos mejores?
¿Dónde estamos poniendo el futuro,
sobre una montaña rusa con caída al abismo?
Somos ciegos, guiados por locos.
Somos la peor peste que seguirá deambulando por la historia.
Sandra Yeníber Arenas Castro
La despensa
Mientras se estiraba en la cama lentamente para iniciar otro pacífico y calmado día, hizo ademán de tomar sus grandes lentes de la mesita de noche para poder ver a pesar de las cataratas que sufría y que ya le estaban nublando la vista. Bostezó, se rascó la cabeza, se puso sus dientes postizos que reposaban en un vaso con agua, terminó de levantarse muy despacio y cruzó el umbral de su cuarto para llegar hasta la sala del apartamento.
La sala era pequeña, no tenía buena iluminación pero poseía innumerables fotos, algunas solo, en otras acompañado de su otrora radiante esposa que lo había dejado hacía unos ocho años. Un cáncer fulminante no tuvo compasión con ella al llevársela, ni con él por dejarlo sin ella. Ellos eran los únicos de la familia que quedaban en la ciudad, ahora era solo él, vivía de la pensión que le llegaba cumplidamente de su país y con eso sobrevivía sin mucho aspaviento, humilde, pero honrosamente.
Paseó su mano temblorosa, por los recuerdos representados en imágenes, algunas grandes, otras más pequeñas, en marcos antiguos, ceremoniosos, ya hoy grises de tanto tiempo pasado.
Estaba en la contemplación matutina cuando fue interrumpido por el sonido de un celular, comenzó a sonar el timbre de teléfono antiguo, y esto lo hizo volver en sí y mirar el aparato que tenía algunos rayones en la pantalla. Pasó a leer en voz alta el mensaje del grupo del edificio que decía:
“¡Hola a todos los vecinos! Soy Candela. Mis hermanas Carmen, Juana y yo, del 4C, nos ponemos a la orden en esta época de pandemia. Este mensaje es para los mayores del edificio. Si necesitan que les ayudemos con las compras o los remedios pueden escribirnos, podemos ayudarlos. No les dé pena, pa’ eso estamos.”
El sr Lars llevaba más de 30 años viviendo en el mismo edificio, él era uno de los destinatarios de tan solidario mensaje. Sonrió confiadamente al terminar de leer el mensaje y dejó el teléfono en el sillón de donde lo había tomado.
Caminó por el estrecho pasillo de manera pausada, hasta llegar a la cocina, y comenzó parsimoniosamente a abrir cada gabinete de su despensa. Los recuerdos comenzaron a llegar a su memoria uno tras otro. Retumbaron en sus oídos las bombas, los gritos, los pedidos de auxilio, los disparos, los techos cayendo, las personas huyendo y pidiendo socorro, el llanto a lo lejos. En sus ojos, se comenzaron a reflejar los paquetes, las latas, botellas, tarros, la comida minuciosamente ordenada en su despensa, algunas bolsas abiertas, otras en clara intención de ser su reserva. Llevaba mucho tiempo preparándose... no le volvería a pasar, no pasaría hambre otra vez.
Luddey