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  • Foto del escritorCarlos Agudelo Montoya

Migrar y la valentía

Soy un ser de costumbres, de hábitos, por ende, la inclinación al cambio no es mi fuerte. No quiero decir que no me guste la diferencia, es solo que no me imagino con una vida opuesta o distante a la que tengo. Por ello miro con tanto respeto a quienes migran por alguna razón, pero considero que quienes lo hacen con un sentido de obligación en su mente, son más valientes que el resto.

Desde hace varios años mi ciudad, así como otras tantas ciudades de Colombia y de Latinoamérica, es receptora de migrantes, la mayoría de ellos venezolanos que abandonaron su país por las diferentes situaciones que se viven allí, ante todo porque perdieron la esperanza de un cambio positivo y decidieron o se sintieron obligados a buscarlo en otro sitio. Cuando intento ponerme en su lugar: dejar atrás mi familia, mi estabilidad laboral, mis espacios, mis amigos, mis libros… una sensación de angustia me invade, creo que sufriría algún desequilibrio emocional y mental al no saber qué sería de mi vida mañana o dónde dormiré esta noche.



En comparación con ellos soy un cobarde. No cuento con la valentía ni siquiera para visualizar un panorama de desesperanza y creer que habrá un mañana. A quienes hemos vivido siempre en la misma ciudad o incluso quienes nunca han cambiado de lugar de vivienda, nos es más difícil comprender cómo hacen para llegar a un nuevo lugar y empezar de cero, como dicen por ahí. Incluso nos es muy fácil generalizar las historias de quienes migran, como si todos lo hicieran por las mismas razones o todos dejaron atrás la misma vida, lo que con facilidad nos convierte en jueces y pasamos a condenar a quienes nos son diferentes.

Aun así, nada de esto me imposibilita para sentir empatía por los migrantes, tal vez porque al visualizarme en su situación cargaría conmigo el desasosiego. Insisto, los considero valientes, no solo arriesgan su patrimonio o su propia vida, también lo hacen con sus familias, con el futuro de sus hijos. Y muchos siguen caminando con esperanza, con el sueño de que en algún lugar está esperándolos un futuro “mejor”, una vida donde sonreirán y se acostumbrarán a ser felices.

Es cuando vuelve a mí la claridad de que ese “lugar” puede ser un instante, un cruce de segundos entre su vida con la mía, y se me hace presente que una sonrisa o incluso un simple trato cordial puede ser ese efímero paraíso que buscan a cada paso.

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