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  • Foto del escritorCarlos Agudelo Montoya

Acallar la justicia

El 6 de noviembre de 1985 tenía yo cinco años, diez meses y un puñado de días de vida. Muchos poseen una memoria prodigiosa y recuerdan partes de su vida con menos edad de la que tenía yo en ese momento; mi amiga Alba, por ejemplo, tiene recuerdos desde sus tres años. Tal vez ahí está la semilla de mi tan aceptada mala memoria. Mi recuerdo más lejano es difuso y fue al año siguiente, cuando cursaba primero de primaria: desde alguna parte del salón de clase veía a mi profesora, una mujer de nombre Reina, quien hacía lo posible por enseñarnos a leer. Pero es mi único recuerdo, de ahí solo fragmentos de mi niñez, aunque tal vez todo sea ficción; a lo que sí soy propenso.

Para desmemoriados como yo es fundamental encontrar detonadores de remembranzas o formas de preservarlas; en mi caso, la escritura. Incluso cuando leo algún texto mío no recuerdo cómo llegué a escribirlo, pero sí su esencia, las razones por las que lo hice. Entre la escritura y las diferentes formas de preservar la memoria se mueven mis intereses humanos. Por ello, también me encanta leer sobre Historia y escuchar aquellas de quienes se animan a contármelas.

Una parte de la memoria de un país está en sus efemérides, esas fechas importantes que se enseñan con reiteración durante todo el proceso escolar, pero de las que muchas veces solo recordamos cuando caen en día festivo, así no podamos dar cuenta de qué se conmemora. El Grito de la Independencia, La Batalla de Boyacá, La Independencia de Cartagena, el día de Maria Auxiliadora, entre otras, aunque hay algunas a las que no le hemos hecho el homenaje que merecen, momentos históricos fundamentales para lo que somos hoy como nación. Creería que más fácil se reconoce la fecha en la que la Selección Colombia de fútbol le anotó cinco goles a la Selección Argentina en el Monumental de Núñez, que la fecha en la que comenzó a regir la actual Constitución Nacional o el día en el que la justicia en el país estuvo en jaque.

Aunque es cierto que la Toma del Palacio de Justicia por parte del movimiento guerrillero M-19 es mencionada en algunos noticieros el día de su aniversario, la realidad es que son pocos los colombianos que podrían hablar de aquel momento con la importancia que se merece. Dimensiones esto: cuando no habían llegado los computadores ni otras formas de almacenar el conocimiento diferente al papel impreso o manuscrito, todos los procesos de justicia se archivaban en edificios, y el más importante del país ha sido siempre el Palacio de Justicia, casa de las altas cortes. Ese lugar, con gran parte de sus procesos judiciales, ardió por horas cuando el Ejército Nacional ingresó al Palacio para retomarlo.

Hay diferentes hipótesis alrededor de las razones de aquel acontecimiento, las más sonadas ligan a los dineros del narcotráfico como la fuente de financiación; la duda se ha sembrado sobre quiénes recibieron el dinero, los que se tomaron el lugar o quienes lo recuperaron, porque muchas familias del país quedaron marcadas cuando sus familiares fueron desaparecidos después de haberlos visto salir con vida del edificio… A mí me cuestiona que los guerrilleros se arriesgaran a entrar a un lugar en el centro de la capital del país con la seguridad de que no saldrían vivos. ¿Un acto suicida con esperanza de convertirse en mártires? En una época tan convulsionada como fue la década de los ochenta, cualquier cosa podría ser posible.

No obstante, entre todas las víctimas de aquellos días de inicios del mes de noviembre de 1985 fueron los representantes de la justicia, hombres y mujeres masacradas por balas de lado y lado, a quienes deberíamos rendir homenaje, sin desconocer a aquellas otras personas que murieron sin tener algo que ver con las intenciones desconocidas con las que se realizó la toma. Siempre he visto en la distancia este acontecimiento, siempre lo había reconstruido en documentales o a través de lecturas, hasta hace poco que visité la exposición creada por Gabriel Roldán, magistrado del Tribunal Superior de Medellín, como una forma de recordarnos lo que ocurrieron aquellos días. Aquella mañana de un miércoles de noviembre él era un joven abogado que pronto se convertiría en juez, cuya concepción de justicia rayaba en el ideal. En diferentes circunstancias había conocido a algunos de los que morirían al día siguiente cuando el ejército ingresara en las instalaciones. Cuando nos habló —a mí y a los asistentes al Taller Aquileo que acompaño desde hace varios años— de la impresión que le generó lo ocurrido durante esos días, dimensioné la poca importancia que le brindamos los colombianos a un hecho que cambió de diferentes formas al país.

Imagino a Gabriel, un joven que creía en las leyes, cómo debió impactarle que los grandes representantes de la justicia fueran asesinados mientras el presidente del país guardaba silencio o pasaban por la televisión un partido de fútbol que acallaba las preguntas sobre lo que estaba ocurriendo. Yo en su lugar tal vez habría desertado de aquella vida, él, en cambio, continuó hasta ocupar el puesto de magistrado. Ojalá los colombianos, y cada ciudadano de cualquier país, se tomara un poco de su tiempo para valorar los acontecimientos que han construido la sociedad en la que vive. En el caso de Colombia, por lo menos, la Toma del Palacio de Justicia debería estar presente en nuestra historia como nación, no solo cada 6 de noviembre sino en cada momento que pensamos en una sociedad más justa. Se hace necesario dialogar más, crear nuevos textos y releer los viejos, compartir videos y análisis, incluso crear exposición como la que hizo Gabriel; y nunca permitir que el olvido llegue y se apodere de hechos que cambiaron nuestra existencia; insistir tanto que hasta un país sin memoria como Colombia los tenga grabados en cada una de las letras de su nombre.

 

Foto tomada de: https://www.infobae.com/america/colombia/2021/11/06/toma-del-palacio-de-justicia-36-anos-despues-familiares-de-las-victimas-siguen-esperando-justicia-y-reparacion/

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